Máscaras de la pandemia II…
Dr. José Abad – Lo que esconden las máscaras. – Las emociones son el modo automático, no voluntario, no intelectual de evaluar y de reaccionar ante una determinada situación o persona: nos fijamos en la expresión de su cara, gestos, tono de voz, prosapia, ademanes, movimiento de manos, forma de vestir, … Pero no reconocer al enmascarado que se nos acerca nos da miedo. Nos falta el gesto. El gesto, el buen gesto, es lo primero que confirma si el otro viene con buenas o malas intenciones. Nos falta el gesto, la expresión de su cara, que al no tranquilizarnos y estar distorsionada su voz, metalizada, nos produce recelo; nos encontramos con un casi extraño. Sólo nos quedan sus ademanes; sólo nos quedan sus ojos. Pero nos miramos sin saber si sonreímos o ponemos cara de asco o repulsión ¿Qué hacer? ¡Que nos lean los ojos! Se hace fundamental el lenguaje de ojos: ojos de asombro, de horror, de embeleso; ojos vivos, seductores, enamorados; tristes, apagados, melancólicos; airados, iracundos, resentidos. El lenguaje de ojos pasa a un primer plano. A veces los ojos, sólo los ojos son suficientes para dar cuenta de un vínculo. El poeta Gutierre de Cetina nos presenta su relación imaginaria con una mujer únicamente por una parte de su físico, los ojos, en su conocido madrigal: “ojos claros serenos/ y de un dulce mirar/sois alabados/ ¿Por qué, si me miráis/ miráis airados … Ya que así me miráis/ miradme airados. Es decir, miramos y nos miran, probablemente con la misma inseguridad y recelo.
Pero por mucho que temamos y queramos prescindir de él, el ser humano cuenta tan sólo con el ser humano: le quiere y le aborrece; cree ilusamente y desconfía; le teme y por él da la vida. Somos plenamente dependientes, precarios y frágiles. Necesitamos sus cuidados y estamos hechos para cuidarnos e ignorarnos. A los 12 meses de edad el bebé humano sabe qué puede esperar de sus cuidadores y cuál es la estrategia relacional que más le conviene, Todo ello sin tener todavía capacidad reflexiva. Muchos años después, cuando es adulto, apenas es reflexivo y ha “olvidado” quién es y lo que más le conviene. Pero en ausencia de contacto con sus homólogos, pierde interés por la vida y muchos de sus irreemplazables deseos e intereses desaparecen; le abandona la razón de vivir.
Con el Coronavirus y sus circunstancias se suprime la cercanía física, el tacto y el contacto. ¿Dónde se van las caricias que se dieron?, ¿los abrazos compartidos?, ¿los besos recordados?, ¿la cooperativa de la que todos formamos parte?
Una efímera respuesta es la DIGITALIZACIÓN. Con anterioridad a la Pandemia, estábamos viviendo el incesante apogeo de la denominada digitalización (Internet, diversas plataformas, whatsapp, twitter, videollamadas, …), y que desde el comienzo de la enfermedad ha pasado a ser un instrumento esencial, Icónico, para acometer todas las dimensiones de la catástrofe. Es difícil encontrar un área, una organización, una institución, donde pueda ser prescindible. “O te digitalizas o desapareces”. Reiteradas veces se nos informa que cada vez estamos más y mejor informados y por tanto somos más libres. Estamos, ciertamente, más conectados, pero esta conexión en sí misma, no conlleva más cercanía, ni tampoco más vinculación. No podemos negar su inestimable importancia y valor, y en una sociedad donde la soledad y el aislamiento crecen exponencialmente la tecnología es útil pero como procedimiento vicario. Es una obviedad hablar de las carencias que reporta por ejemplo la videocámara: aparentemente las relaciones son más fáciles, auténticas y sinceras, y evita esa tensión inevitable que surge en el primer encuentro entre dos personas. Pero no deja de ser una relación delegada, sin proximidad, ni contexto, con el busto que hablamos. Es otra máscara más. Una cara sin expresión; unos ojos sin brillo, no percibes el azoramiento; el rubor, el color de la tez, las arrugas. En definitiva, ves muy parcialmente al otro. Hay una doble decepción: por no tener un vínculo verdadero, auténtico, y por otro, la fragilidad de dicho vínculo que, probablemente, sea un objeto de consumo; un objeto narcisista.
Constatamos la misma distancia emocional y física que nos separa. El “Canallavirus”, a su vez, también ha trastocado esa distancia. Máscaras, Coronavirus, Digitalización. Pero esto ¿Qué es? Somos adaptables ¿Pero tanto? Por decreto médico la distancia social óptima es de dos metros. Pero ¿cuál es la distancia subjetiva de cada uno de nosotros? Sin darnos cuenta a lo largo de la vida hemos ido aprendiendo y repitiendo, sin pensarlo en palabras, la distancia física y mental que tenemos con nuestros semejantes y en las relaciones afectivas: unas son próximas y otras distantes; efusivas, alejadas, lapas, esquivas; teatrales, esquizoides; unos buscan la cercanía (física y mental), otros la rehúyen.
¿Cómo nos acomodamos con el Coronavirus que irremediablemente distancia? Nos puede servir de ayuda la fábula de los Puercoespines de Schopenhauer. Un grupo de puercoespines comienzan a tener frío y deciden acercarse, juntarse para darse calor unos a otros. Hace mucho frío y se acercan demasiado, clavándose las espinas, resultando heridos. Tenían que elegir entre el frío y el dolor de las punzantes espinas. Encontraron una inteligente solución: buscar una zona de confort donde no hace frío, ni se clavan las espinas. Toda relación es una mezcla de momentos de unión y convergencia de estados emocionales y momentos de desunión y divergencia, y momentos donde buscamos reparar dicha diferencia o divergencia. A lo largo de la vida, aprendemos involuntariamente, cuál es la distancia física y psíquica idóneas y qué es lo que podemos esperar de nuestro entorno emocional y cómo utilizar al otro para regular nuestras emociones. Nueva paradoja: el que nos protege nos puede infectar. No te puedes fiar del semejante, pero – lo que es más grave – no te puedes fiar del médico embozado.
Se habla con prolijidad y, fundamento, de cómo han disminuido las consultas médicas y las visitas a los Centros de Urgencias. Personas asustadas y enfermas han evitado – por miedo – ir a los Hospitales; las enfermedades crónicas y las ayudas se han postergado o “desaparecido” con graves consecuencias posteriores. De las enfermedades mentales graves, como siempre, son de las últimas que tenemos noticias a no ser que aparezca en alguna crónica de sucesos morbosa y trágica.
¿Y el Médico? El médico, como persona que es, también tiene miedo, a veces pánico. Durante la pandemia la profesión médica ha recibido con gratitud una especial valoración de su trabajo – junto a otros sanitarios -, de su esfuerzo y dedicación, de su bonhomía, de su altruismo; pero, apenas se habla de su inevitable miedo. ¿Es un tabú?
La relación médico-paciente se basa en el saber compartido de uno, la confianza de ambos y en el respeto mutuo. Pero en esta espeluznante pandemia tenemos que hablar del miedo mutuo, sus reacciones y consecuencias. Y cómo el prescriptivo y necesario distanciamiento puede ser usado para evitar la relación y en una pirueta mental denominarla prudencia médica y así, médico y paciente evitan verse. Un dato nos puede ayudar a salir de esta incertidumbre: tenemos la percepción de que el paciente está evitando ir al médico, pero también si uno está a pie de calle y escucha a su entorno le llegan comentarios del tipo:” el médico no quiere verme, los teléfonos están siempre comunicando”. No se atreven a decir descaradamente: nos sentimos solos y abandonados.
Por otro lado, ¿la digitalización, las pantallas, no serán una forma de “distanciar” al enfermo, evitar su contacto, como el médico de la Peste que llevaba una vestimenta aislante, máscara en pico y una vara para explorar y apartar al enfermo? Creo que conocer al médico en su faceta humana y elaborar sus miedos, facilitaran enormemente la relación médico-paciente.
Para bien y para mal, el Coronavirus nos clasifica con toda su crudeza en dos categorías: o estamos enfermos o miedo, pavor a estarlo. Ante la feroz incertidumbre exigimos “verdades” y una rápida terminación de esta calamidad que nos está tocando vivir. Buscamos y anhelamos Esperanza. Revisamos datos y estadísticas. Nos aparece una pasmosa credulidad. Esto nos sucede en una época donde, previamente, vivíamos casi ajenos a la enfermedad y la muerte. Queríamos ser inmortales. Se habla de las terapias antiedad (antiaging) como si el envejecimiento fuera una enfermedad. Sin apenas transición hemos ido del hedonista bienestar y wellness a la enfermedad desconocida, que nos retrotrae a épocas pasadas y olvidadas. Y, sin embargo, el miedo también ha espoleado al individuo y a la sociedad a buscar soluciones médicas, no médicas y organizativas. Baste reseñar el descomunal esfuerzo a nivel individual de la búsqueda de una vacuna y la enorme capacidad logística para su distribución, que, imaginativamente, la Sociedad, el Individuo, vuelva a “conjurar el peligro”.
No cabe duda de que fue el miedo al contagio, a las epidemias, el que posibilitó el descubrimiento de las vacunas y el desarrollo de la Salud Pública y Medicina Preventiva. El miedo paraliza, bloquea, desagrega, desorganiza, confunde, pero también aguza el ingenio, busca soluciones, nos socializa y nos puede obligar a ser más receptivos y humanos. Más “puercoespines”.
Para terminar y seguir pensando, toda Sociedad, todo individuo debe contestar a viejas preguntas que se hace muy necesario responder en tiempos de Pandemia. ¿Qué he hecho? ¿Qué me falta por hacer? ¿En qué me he excedido y equivocado?
Psiquiatría