¿EMPATÍA? No basta con ser empático

Desde hace unos años hay un término que se repite reiteradamente y que tiene un gran prestigio ¡Empatía!: ¡hay que ser empáticos! Siempre hay que ponerse en el lugar del otro; incluso en la piel del otro. En inglés la frasecita es ponerse en el calzado del otro. Hasta tal punto el vocablo Empatía es repetido sin cesar que, parafraseando al escritor irlandés O´Flanagan, nos dan ganas de decir: “como oiga otra vez el nombre de empatía, grito”.

Se nos requiere para que seamos empáticos y solidarios, generosos. Casi se nos exige y, sin embargo, la relación con los demás es a través de pantallas y no nos despegamos del móvil; vivimos absortos, incomunicados; en situación de aislamiento. Hay un indudable embrutecimiento de las relaciones humanas. Cosas del contradictorio vivir.

Una y otra vez volvemos a los clichés, a las frases hechas (¡hay que ser empáticos!), que no sabemos muy bien a qué se refieren, pero nos permiten entender rápidamente la “realidad” y, que no siempre se ajustan a ella, la limitan demasiado; eluden su complejidad y la liquidan en dos o tres eslóganes: Barak Obama lo anunciaba a los cuatro vientos en 2007 “A la Humanidad le falta Empatía”.

Según el Diccionario de la RAE (Real Academia Española), Empatía viene del griego empátheia, y significa:

  1. Sentimiento de identificación con algo o alguien.
  2. Capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos.

Por otro lado, “Pensar poniéndose en el lugar del otro” es uno de los de los principios de la filosofía establecido desde Inmanuel Kant.

El filósofo Edmund Husserl a principios del silgo XX hablaba de la Einfühlung como una capacidad de sentir lo que siente el otro desde su interior. La palabra empatía (Einfühlung) proviene del alemán, si bien parece que tuviera una raíz griega. Es un neologismo construido en inglés (Empathy) para traducir Einfühlung: No obstante, parece que la primera vez que se habló de la capacidad o posibilidad de ponerse en el lugar del otro fue Montaigne (Escritos).

En realidad, hay casi tantas empatías como personas y disciplinas humanistas: Filósofos, médicos, sociólogos, antropólogos, psicoanalistas, psicólogos, políticos, científicos recurren frecuentemente a ella.

Pero no es necesario recurrir al diccionario ni a la Historia del término para percatarse que la Empatía existe: basta mirar a una madre con su bebé; un médico con su paciente; o un profesor con su alumno. La Empatía forma parte fundamental del vínculo humano. En el mundo animal también se da, pero carece de la sofisticación del primero.

Compartimos más del 90% de nuestro ADN con los chimpancés. Y, a veces, nos parecemos más de lo que querríamos, pero el lenguaje de los chimpancés no les permite hablar del futuro ni del pasado, sólo del presente; sobreviven. El humano ha desarrollado un complejo lenguaje que nos permite escribir, leer y aprender cosas de gente que ya no existe. Somos memoria.

En sentido amplio la Empatía es, por encima de todo, una apertura al semejante. Nos lleva a interesarnos por el otro siendo sensibles al daño o sufrimiento – también alegría- que otra persona experimenta. Dicha sensibilidad suele conllevar, de algún modo, ayuda y alivio, aunque sólo se trate de presencia y escucha. Interesarte, escuchar y comprender es ayudar. En este sentido refuta la idea de que somos seres egoístas, solipsistas. Es así que la Empatía se considera un ejemplo de Altruismo y se convierte también en un rasgo esencial de la Moralidad y la Ética. La empatía es la expresión mínima de relación entre humanos.

Ser empático no es lo que yo haría en tu lugar. Es ponerse en el lugar del otro en sus circunstancias, con sus limitaciones, con su experiencia y su visión del mundo, sus esquemas mentales, sus valores. Es la capacidad de percibir, compartir o inferir (predecir) los pensamientos y emociones de los demás.

La empatía es, primero, una apertura al otro que estriba en la imaginación: nos imaginamos en el lugar del otro, por oposición a los fenómenos vecinos (simpatía, compasión, piedad, imitación, identificación, contagio emocional, neuronas espejo, sentimiento vicario…) que consideran al otro como análogo, como otro yo, un alter ego sobre el que proyectamos y, por tanto, salimos de nosotros para ir hacia él; pero no es una apertura real a su alteridad. La clave está en la posición respecto al lugar del otro: en un caso (en la empatía) hay una ocupación intencional del interior del otro, de la conciencia del otro. En la simpatía, compasión, … son aspectos comunes.

Supone una plasticidad imaginativa la empatía: nos invita a imaginar unos deseos y unas creencias que no necesariamente compartimos. Hay una transposición (ponerse en el lugar del otro) imaginativa de mis vivencias psíquicas en las ajenas.

El objetivo de la empatía es comprender a mi semejante con la conciencia de su diferencia, y oscila constantemente entre una extrañeza y similitud. Por eso conlleva grados: mostramos mayor empatía por los más próximos (padres, hijos, amigos, …), que por los más alejados. Y puede resultar muy difícil (o imposible) alcanzar una comprensión empática de las emociones de una persona que pertenece a una cultura muy diferente; o que padece un trastorno mental severo con delirios y alucinaciones irreales; o del que comete actos violentos, sádicos, o es un asesino.

En este último caso el otro es un extraño total, no nos reconocemos en él; le rechazamos. Otras veces, el semejante puede llegar a ser muy semejante, incluso idéntico. La similitud es tan perfecta que fragiliza la distinción entre sí y un tercero.

Por otro lado, la empatía, además de ser una noble capacidad, es un arma poderosa que no utilizamos todo lo que deberíamos, pese a que a priori todo son ventajas. Ayuda a ponerse en el lugar del otro, es decir, a conocer y entender mejor el entorno. Obliga a examinarse y hacerse preguntas incómodas, a pisar terrenos por los que no caminaríamos, a experimentar, a través de desconocidos, emociones extraordinarias y, compartidas. No cabe duda, pues, de la utilidad de la empatía: entender, conocer a otros te permite observar y comprender el mundo y la situación que vivimos. Además, es introspectiva: proporciona un conocimiento propio. Comprender los valores del otro (aunque no los aceptemos) arroja luz sobre nosotros mismos.

La empatía ideal – si se puede decir esto – consiste en captar al otro sin fusionarse con él, conservando un espacio propio de identidad. Pero esto, que parece sencillo, nunca está garantizado. Empatía es estar cerca del otro, pero sin ser uno con él. Sin que la empatía se haga UNIPATÍA. En este sentido la Empatía conlleva una paradoja: nos ponemos en el lugar de otra persona sabiendo que nos resulta imposible saber y sentir lo que ella vive en su interior.

Y por otro, saber que la soledad es constitutiva del ser humano aun teniendo excelentes relaciones sociales. No es infrecuente escuchar: “no me puedes entender, no has sufrido mi misma experiencia; mi situación y la tuya no tienen nada que ver, estoy solo”. Antonio Machado lo recoge repetidas veces:

“Tengo a mis amigos

en mi soledad

cuando estoy con ellos

que lejos están”

 

Pero no hagamos de la Empatía un Ideal legendario. La empatía no siempre se debe de dar y no siempre es beneficiosa. No siempre debe de ser posible y, a veces es una inestimable herramienta para la mente maquiavélica. En el primer caso pensemos en lo que puede significar empatizar con una persona paranoide  que adjudica a otros los aspectos que no tolera de sí mismo o la causa de sus frustraciones; o bien empatizar con un consumado rival;  Gramsci decía: “Cuando discutas con un adversario procura meterte en su pellejo, para vencerle”; o por último con una persona megalómana, pagada de sí misma, que se siente excepcional, que desatiende las circunstancias; no ve fin a sus limitaciones, temerario, sin precauciones y negando la realidad.

En estos casos y, otros, empatizar, entender, apoyar, especular refuerza dichas tendencias y negamos la realidad.

Tiene dos componentes esenciales la empatía: uno que es afectivo y que consiste en vibrar, sintonizar con las emociones de los demás y un componente cognitivo que es la capacidad de ver las cosas desde el punto de vista de otros. Pero hay personas que son altamente empáticas (cognitivamente), amables y simpáticas; seductoras, que se nutren de las calamidades o necesidades afectivas de los demás. Siempre tienen una palabra de aliento y se presentan como el ángel salvador.

Siempre cuesta aceptar que somos burlados y además la manipulación consiste, muchas veces, en que la otra persona no se dé cuenta. Conocen los valores morales pero los desprecian. La persona es un mero objeto de usar y tirar. No hay culpa, ni tristeza, ni empatía afectiva. En realidad, simulan Empatía, la usan. Las personas, simplemente, son un medio para conseguir un fin.

Es decir, la empatía al mismo tiempo que sirve al altruismo, es útil para evaluar y potencialmente aprovecharse de los demás a través de una notable capacidad de seducción o violencia enmascarada. Tampoco hay que olvidar que la empatía puede ser una poderosa herramienta para eludir la dualidad de que afortunadamente somos distintos; otras veces te sirve para evitar culpas ignotas o una manera de animarte: una manera de salir del bajón de la vida cotidiana es hacer algo por alguien; también te puede hacer sentir fuerte y poderoso  en vez de indefenso y vulnerable.

Por último, la empatía puede ser una manera de mitigar la inevitable soledad. Como decía Sartre: “Cuando uno se siente solo, estando solo, tiene malas compañías”.

Pero ¿qué es pensar poniéndose en el lugar del otro? ¿Es ponerse a pensar en el lugar del otro con sus creencias y temores? ¿Es tratar de sentir a partir de lo que el otro siente con mis prejuicios y sesgos? Valorar intenciones y sentimientos es valorar lo inasible, sólo podemos valorar hechos. Entramos en la COMPLEJIDAD de los vínculos humanos.

La empatía, pues, puede ser difícil y engañosa. El acceso a la vida interior de otras personas sólo es fácil en la ficción. En ésta podemos salir y entrar en la mente de una persona en un instante, de ahí que la novela, teatro, poesía sean en este aspecto tan importantes. Son un arte, indudablemente, pero además nos hacen sentir un gran poder y nos tranquilizan, “nos entretienen”. Pero, percibir, hablar, contar, sentir, interpretar lo que el otro siente son nuevas conjeturas.

Por ejemplo, qué pensamos ante un sonrojo o un silencio manifiesto de nuestro semejante. Ante el primero interpretamos ira, esfuerzo, vergüenza, timidez…Ante el segundo conjeturamos complacencia, sometimiento, hostilidad, rabia…; y ¿ante el llanto?: rabia, pena, impotencia. Es decir, hay una ambigüedad, un significado múltiple. Entonces, ¿cómo evitar las dificultades y engaños de la Empatía, no sólo su instrumentalización? Es imprescindible que, ante la imprecisión o ambigüedad del lenguaje, acudamos al Contexto y a las circunstancias de la situación donde se produce.

Necesitamos perentoriamente salir de la ambigüedad, y también necesitamos una cierta tranquilidad a través de la imprescindible confianza. Y  si no es así, “todos los gatos son negros”. Además, sólo una pequeña parte de las relaciones humanas se establece desde las palabras. Por eso, conviene no perder de vista los gestos, los tics; los silencios.

Los errores de la empatía pueden aparecer cuando sólo nos basamos en nosotros mismos. Aquí está en juego los límites de la analogía. A menudo nos equivocamos sobre las motivaciones e intenciones de los otros, siendo falsas nuestras conjeturas cuando basamos el conocimiento de los otros, únicamente, en lo que nosotros captamos y sentimos. Es un grave error – necesario- si valoramos el sentir de los otros basándonos solo en los sentimientos que tenemos de nosotros mismos.

La apertura es una apertura hacia el otro que no se considera a sí misma como modelo, ni tampoco cierta. Para precaverse contra los engaños de la empatía hay que dejarse llevar por la percepción externa y contrastarla con la de nosotros mismos. Tan aventurada y errónea puede ser una como la otra. Cuanta más perspectivas y contextos tengamos, mejor. En este sentido, es posible que otro me juzgue y valore más correctamente que yo mismo y me traiga más claridad.

Pero ¿Por qué se busca la empatía cognitiva y emocionalmente? ¿Mero orden social? ¿Altruismo? ¿manera de sentirse mejor? ¿Qué sucede en el momento en que sentimos que compartimos con otro su estado de ánimo? Suele ser un momento de júbilo pleno. Uno es confirmado en el sentimiento que existe en la medida que para otro aquello que somos, sentimos y pensamos, sí existe. Compartir empatía provee apoyo, cuidado, consuelo, legitimación, simpatía, y por tanto una conexión que proporciona bienestar emocional.

Los humanos estamos diseñados para nacer en un entorno familiar empático que sintonice con nuestras emociones y que esté genuinamente interesado en saber lo que sentimos. El sentimiento de ser persona lleva la marca de nuestra construcción a partir del otro: el niño desea dictatorialmente que el adulto mire lo que está haciendo porque su placer acerca de algo requiere que el significado de ese “gran momento” no puede ser asignado desde adentro sino a partir de los referentes que el adulto posee. Incluso la disponibilidad biológica (las famosas neuronas espejo) de la sonrisa es leído en la sonrisa y el placer del adulto que sonríe en el mismo momento.

Y es así que, como supuestos adultos, continuamos requiriendo para nuestra confirmación como personas, que un otro los revalide. Pero una vez que se descubre, que el estado emocional de la otra persona, que sus intereses y deseos pueden ser muy diferentes a los nuestros, el deseo del reencuentro mental se convertirá en motor     del psiquismo. Y trataremos de buscar el paraíso perdido, aunque sepamos por Borges que … “Los únicos paraísos son los perdidos”. Es así que el semejante se constituye en la causa del cuidado y del placer, pero también del temor, miedo y de la nostalgia. Huyo de las cenizas para caer en las brasas.

Pero no basta con la Empatía. Es necesaria e imprescindible, pero, también debemos ponerla en duda. Una relación que se legitima porque no impone, sino que complace corre el riesgo de que estemos tan satisfechos que dejemos de preocuparnos por las condiciones en que se ha producido esa satisfacción. La Empatía nos hace humanos. Y toda relación es una mezcla de momentos de convergencia de estados emocionales, momentos de divergencia y momentos en que buscamos reparar la divergencia. Aprendemos cuáles son la distancia física y psíquica idóneas y que es lo que podemos esperar de nuestro entorno emocional y cómo utilizar al otro para regular nuestras emociones; si no fuera así seríamos clónicos, iguales.

Es decir, iremos de la Empatía a la confrontación, de la convergencia a la divergencia y de la divergencia a la reparación. Schopenhauer lo expresó magníficamente en la conocida fábula del puercoespín: “En un frío día de invierno, una manada de puercoespines se apretujaron juntos para protegerse del frío. Sin embargo, muy pronto sintieron las espinas de cada uno; el dolor les obligó a alejarse de nuevo el uno del otro. Luego, cuando la necesidad de calentarse los llevó de nuevo a estar juntos se repitió aquella desdicha; de modo que se movían de acá para allá entre dos males, hasta que encontraron una moderada distancia recíproca, que representaba para ellos la mejor posición”.

Así son las relaciones humanas: entre la soledad y la comunidad. Buscando precarios compromisos que van del mutismo catatónico al enamoramiento sin límites, fusional; del cuidado a la indiferencia; del Yo esmirriado, caniche, sumergido en el otro al Yo elefante que barre y ocupa todo el escenario; del egoísmo a la generosidad.

Habitualmente nos exhibimos en el gran escenario del mundo mostrando sólo el lado más ideal y agradable, buscando anhelantemente “likes” para gustar, gustar y gustar.  Queremos ser plenamente aceptados y solemos ser huidizos con el confrontar. Y ese choque es fundamental. La frustración empática es inevitable y necesaria. Difícilmente nos hacemos responsables de nuestros defectos y errores. Y no solemos aceptar que nuestras reacciones emocionales dependen de la interpretación y significado que otorgamos a las situaciones que vivimos.

Ciertamente compartir Empatía provee apoyo, consuelo, legitimación, simpatía y, por tanto, un necesario bienestar emocional y social. Pero no es suficiente. Son necesarias, imprescindibles, elaborar las diferencias. No siempre el otro está receptivo ni en buena disposición. La separación es imprescindible: “para ser yo tengo que ser distinto a ti”. Pero, sólo se puede ser uno mismo si antes otro nos confirma como persona, como diferente. Se opone tajantemente a la indiferencia del otro y su efecto devastador. En este sentido malo es imponer, pero tan malo es complacer sin límites. Y debemos aceptar que no se puede tener todo lo que se quiere y que el mundo te puede decir no. Somos vulnerables, somos desvalidos. Desde la complacencia es mayor el uso y el abuso. Se elude la frustración; se evita la realidad; se niega el conflicto.

Colocarnos en la perspectiva del semejante, sin confrontar los reclamos de este con la realidad, supone un claro e importante apoyo, pero supone aliviarle de sus responsabilidades y problemas. Por ejemplo, es colocar a la sociedad como la causante única de todos sus males y dificultades. Aceptando solo la realidad del otro, se desatiende la realidad externa y solo se tienen en cuenta las subjetividades. Se vive aislado en una isla, llegándose a la agonía de que la verdad es subjetiva, es “mi verdad”. No hay confrontación, ni tampoco conflicto, ni angustias. Creemos haber encontrado el Paraíso. Pero “Las ideas y las creencias son ideas; no verdades. Son opiniones” (Ortega).

Evidentemente, el ser empático determina una alianza. Una cooperativa con el semejante, una consideración, benevolencia y afecto mutuo. Pero no basta con ser empático. La razón y el conocimiento son imprescindibles. La empatía propende a fomentar identidades indefensas, vulnerables, de riesgo. En este sentido nada debilita más como tratar a alguien como débil pues se le consolida en esa identidad. El ser humano desde su precariedad y autoinsuficiencia necesita ineludiblemente a los otros. A veces les necesita imperiosamente y les detesta de igual manera. E inevitablemente vivir consiste en vivir con contradicciones y paradojas: somos causa y solución del malestar nuestro y ajeno.

La interacción, la intersubjetividad consiste en ver a la otra persona como un sujeto, otra mente, otros sentimientos y percepciones, cómo cada una de ellas capta la mente del otro y donde inevitablemente hay influencias recíprocas. Hay un mutuo reconocimiento que es la fuente del placer y sufrimiento. Pero debe de surgir la Dualidad, que es la posición de experimentar al otro como otra mente diferente, otro cuerpo con sus necesidades y premuras. No sólo reflejamos al otro, debemos de ser un otro que es diferente y que un otro le reconoce. No basta con la empatía y, en esa no coincidencia, se produce una inevitable tensión.

Mantener la diferencia y la semejanza con el otro en la interacción (subjetividad) es el destino. Las temáticas pueden cambiar pero la estructura Pero hay un peligro de colapso de la Dualidad cuando se dan relaciones rígidas, coaguladas, monolíticas, donde uno es el acusador, otro el acusado; o bien uno es el crítico, otro el criticado; o un tu dominante, un yo dominado. siempre es la misma: me hacen, hago. Es decir, cada persona siente lo que el otro hace y, no como alguien participando para crear una realidad. En esta relación complementaria, cada parte siente que su perspectiva de lo que está ocurriendo es la única cierta, o que las dos propuestas son irreconciliables.

Falla el reconocimiento de nuestra participación. La aceptación del desencuentro puede ser un primer paso a la reparación. En la Empatía no lo hay, pero necesariamente debemos ser (no solo) empáticos. Curiosamente, casi nadie se declara No Empático, con lo cual las relaciones entre personas deberían ser más fáciles y fluidas. Y no parece que lo sean. Incluso, frecuentemente, observamos cómo la empatía puede utilizarse como arma de reproche y agravio para decirle al contendiente sus imperfecciones morales, sus incumplimientos: ¡no eres empático! En fin, no basta con la Empatía.

Sigrid Nuñez, en su último libro nos propone que hay dos tipos de personas en el mundo: los que al ver sufrir a otro piensan: “esto podría ocurrirme a mí”, y los que piensan: “eso nunca me ocurrirá a mí”. El primero nos ayuda a sobrevivir; el segundo tipo hace que la vida se convierta en un infierno. Lo dicho: nunca digas nunca jamás y espero haber suscitado algún tipo – no sólo-  de Empatía. Feliz año 2022.