Máscaras de la pandemia I…
Dr. José Abad – Máscaras de la pandemia. Si hace unos meses, un buen día al salir de casa, vemos que todo el mundo va enmascarado, habríamos dado un respingo de sorpresa; estupefactos y extraños ante tamaña irrealidad trataríamos de darle sentido: ¿un mal sueño distópico? ¿una representación festiva? No, no puede ser; ¡es una imaginación! ¡Estoy viendo visiones! Y, sin embargo, hoy contemplamos este obligado y necesario enmascaramiento con total normalidad y sintonía.
Este hecho nos da cuenta de la sorprendente capacidad de adaptación del ser humano ante la realidad que le toca vivir. Somos animales altamente adaptativos y acomodaticios. Pero ante todo somos seres sociales, somos PERSONAS. Etimológicamente persona proviene del griego máscara. Los griegos en su teatro empleaban máscaras muy simples que expresaban la pena o alegría… que los espectadores debían sentir. Dichos sentimientos tenían un efecto social, catártico, sobre una épica de la vida y la tragedia del destino. Pero los sabios griegos también nos ponen sobre aviso -advertencia que dura hasta nuestros días- de la complejidad y sofisticación que conllevan las relaciones humanas.
Toda persona también es un “personaje” que trata de persuadir, convencer, seducir a su público de quién es, qué quiere, y cuáles son sus atributos. No cabe duda que las máscaras producen curiosidad, miedo y nos hacen vivir otras vidas. Edipo, Antígona, Agamenón se pusieron una máscara para expresar sus desafíos al destino y hablarnos y hacernos sentir lo más profundo del ser humano.
No obstante las máscaras se adaptan al espíritu de cada época, teniendo por objetivo expresar estados interiores de la persona a través de diversos rituales paganos o religiosos y, a veces, con una formidable estética. Así, la máscara puede tener un carácter inquietante al identificarse con el médico de la peste en el siglo XVII (máscara de pájaro…); o se vuelve lúdica para asumir el ideal libertino en los carnavales venecianos del siglo XVII; también la máscara “festiva” como triunfo sobre la muerte en Méjico; otro ejemplo sería la máscara del zorro, el hombre tranquilo, que con su máscara se convierte en libertador y su prolongación en Batman – el filántropo millonario que quiere limpiar las calles de escoria o suciedad -, en Spiderman y en la película Jocker, época de los insurrectos con unas revueltas finales de extrema violencia con armas, coches ardiendo y tiendas saqueadas.
Pero también hemos podido constatar cómo la máscara es un signo de ilegalidad, ocultamiento y terrorismo y también de solidaridad y comunidad, donde el YO desaparece en favor de un Nosotros. Es decir, la máscara se convierte en un signo ambiguo que requiere interpretación, aunque por otro lado el dandy Oscar Wilde nos decía: “Una máscara dice más que un rostro. Ponte una máscara y dirás la verdad”. A su vez toda persona lleva incorporada una serie de máscaras simbólicas en su vida cotidiana; disfraz que vestimos como parte de nuestra identidad, y que confunde al resto de las personas, pero también a nosotros mismos. Somos herederos de los Griegos.
Pero volvamos al término Persona. Con la llegada de la Edad Moderna, el concepto de persona daría un vuelco hacia la psicología, y el engrandecimiento espléndido del Yo que hizo del ser humano el centro del Universo. En Psicología se habla de persona para referirse a un ser concreto, que abarca tanto sus aspectos psicoemocionales, como físicos, todos considerados como singulares y únicos.
Y, de pronto, aparece una nueva pandemia (Coronavirus), que como toda gran catástrofe, hace que surjan miedos atávicos, ancestrales y aparezcan otros. Ante lo desconocido la mente y la concomitante angustia, nos lleva a buscar situaciones parecidas y encontrar las soluciones ya sabidas. Además, hay un temor inconsciente a la repetición del pasado, aún cuando éste no se base en la realidad.
Pero tenemos una memoria tendenciosa y selectiva, por eso casi siempre solemos imaginarnos como si fuéramos entes solícitos, bondadosos y objetivos. Por ejemplo, nada tiene que ver esta Pandemia con la plaga sobrevenida en Atenas que nos cuenta Tucídides en la guerra del Peloponeso, ni sus interpretaciones pseudocientíficas, pero en cambio hay un elemento común: las Epidemias, en cualquier momento de la Historia dan miedo, pavor; producen desolación. Lo sustancial – además de la búsqueda imprescindible de tratamientos eficaces – es explorar las necesidades, deseos y miedos que se producen; rastrear nuestros mecanismos de defensa, las reparaciones y huidas.
Todas las epidemias rápidas dan lugar a las mismas constantes de evitación y exclusión. En 1918, – la mal llamada Gripe Española, que aquí se llamaba soldado de Nápoles: todos los países trataban de quitarse la funesta denominación de origen – se impuso no darse la mano y ponerse un pañuelo en la boca para besarse; los peluqueros y la policía usaban mascarillas y gasas.
Estamos ante una paradoja: el enemigo es indudablemente social y lo que provoca es fortalecer la cultura del interés propio (“huye pronto, regresa tarde”) y por tanto el individualismo. El altruismo por el miedo inducido queda menoscabado. Hay un inevitable “contagio social” y surgen imprevistas individualidades. Son tiempos de repliegue y prevención. Pasamos a ser más vulnerables: al miedo propio de la Pandemia se unen las advertencias y temores que nos transfieren los que están en condiciones de tranquilizarnos y gobernarnos con eficacia y que están empeñados en zurrarse la badana.
Al principio de la Pandemia se nos dijo que la mascarilla no era necesaria – OMS dixit, aunque en las imágenes de China transmitidas por TV todos iban embozados – luego se nos dijo que en alguna situación era recomendable, más tarde que era recomendable siempre. Entremedias nos llega de China un contingente cargamento de mascarillas falsas, inservibles y los Presidentes Trump y Bolsonaro rechazan ponérselas porque las consideran signo de debilidad. En Méjico, su presidente, prefiere rezos, amuletos y estampitas. Por último, desde el 18 de mayo en España es obligatorio en cualquier circunstancia y lugar. A la inevitable inseguridad que produce el desconocido y mortal canallavirus se suma la cruel desconfianza, que es esencial para el ser humano.
Definitivamente, la MASCARILLA se ha convertido en el SÍMBOLO Indeleble, absoluto, de la Pandemia. En una época de miedo nos tenemos que poner la imprescindible mascarilla, que nos borra la cara, que nos impide reconocer en lo inmediato, al otro, cuando “la cara es el espejo del alma”.
Psiquiatría